viernes, 16 de mayo de 2014

Unidad 19 - Aracne

Vivía en una pequeña ciudad de Lidia una doncella de humilde origen llamada Aracne. Sus padres eran tintoreros. En la ciudad de Lidia el nombre de Aracne era muy apreciado, debido a que la doncella superaba, en habilidad y ligereza, a todos los tejedores mortales; incluso las ninfas acudían a la humilde cabaña de la joven para admirar su trabajo. Arte y pobreza, en ninguna parte se habían visto más estrechamente unidas que aquí. Tanto si Aracne devanaba la lana bruta como si la estriaba en hebras finas, ahora haría girar el huso con el ágil pulgar o bordara con la aguja, hubiérase dicho que la misma Atenea la había enseñado. Pero Aracne con frecuencia exclamaba ofendida: "¡Yo no aprendí mi arte de la diosa! Que venga ella a medirse conmigo. ¡Si me vence estoy dispuesta a asumir cualquier castigo!"
Atenea escuchaba sus jactancias con disgusto, adoptó la figura de una viejecita con la frente llena de canas, y empuñando un báculo con mano marchita, se presentó en la cabaña de Aracne y le dijo: "No todo son males en la vejez, con los años crece la experiencia. Así que no desprecies mi consejo. Entre los mortales, procura ganar fama de ser la mejor tejedora; pero ante una diosa, humíllate. Pídele perdón por tus palabras temerarias y ella perdonará gustosa a la arrepentida".
Aracne, con hosca mirada, dejó caer de sus manos la hebra y replicó con voz temblorosa de ira: "Eres necia, anciana. El peso de los años ha debilitado tu cabeza. No es bueno vivir demasiado. Ve a predicar esas sandeces a tu hija, yo no necesito de tus consejos y desprecio tus amonestaciones. ¿Por que no viene Atenea en persona? ¿Por qué rehuye medirse conmigo?".
Aquellas palabras pusieron fin a la paciencia de la diosa: "¡Aquí la tienes!". Exclamó adoptando su verdadera figura celestial.
Las ninfas y las mujeres lidias que se encontraban presentes cayeron de hinojos a los pies de la divinidad, sólo Aracne se mantuvo impasible; únicamente un leve sonrojo pasó por su rostro altanero, pero la joven permaneció obstinada en su resolución. Dominada por el deseo de una necia victoria, se precipita ella misma contra su temible destino. La hija de Zeus, cesando en sus advertencias, aceptó el reto. Colocaron una y otra el telar en sitio distinto y se pusieron a mover con brío las hábiles manos. Entretejían artísticamente los colores; mezclan con las hebras hilos de oro, y las miradas estupefactas de los presentes pudieron contemplar obras maravillosas.
Atenea bordó la peña de la ciudadela ateniense y su disputa con Posidón por la posesión del país. Doce dioses con Zeus en su centro, aparecían sentados; se podía ver a Posidón arrojando el gigantesco tridente contra la roca y haciendo brotar de ésta un chorro de agua marina. Más allá estaba la propia diosa, armada con lanza y escudo; con la punta del dardo hacía nacer el olivo de la tierra estéril, ante el asombro de los dioses y para bien de los mortales. Así bordaba Atenea su propia victoria en la tela. Pero en las cuatro esquinas ponía otros tantos ejemplos del orgullo humano que, al provocar la ira de los dioses, tenía triste fin. Se veía al rey Hemo con su esposa Ródope, que en su soberbia se hacían llamar Zeus y Hera, y fueron convertidos en encumbradas montañas. A la muy desgraciada madre de los Pigmeos que, vencida por Hera, se transformaba en grulla y luchaba contra sus propios hijos. En el tercer ángulo se representaba a Antígona, la bella hija del rey Laomedonte, tan orgullosa de su hermosura y de su cabellera, que sólo compararse con Hera hizo que la diosa convirtiera sus cabellos en serpientes que la mordían y atormentaban hasta que Zeus, apiadado, la metamorfoseó en cigüeña. Finalmente, Atenea reprodujo a Ciniras llorando al destino de sus hijas que, provocaron la cólera de Hera y fueron transformadas en gradas de piedra delante de su templo. Todas estas escenas bordó Atenea en su tapiz.
Aracne, en cambio, en todas las figuras de su tela trataba de hacer mofa de los dioses, especialmente de Zeus, representándolo en figura de toro, de águila o de cisne, como lascivo sátiro, llameante fuego o dorada lluvia, seduciendo a las hijas de los mortales. Todo esto lo rodeó con un marco de hiedra con flores entretejidas. Y una vez hubo terminado su obra, la misma Atenea no encontró nada que reprochar ante el arte de la doncella; únicamente la ofendió el sentido impío que se desprendía de sus bordados. Por eso desgarró con gesto airado las insolentes escenas y con la lanzadera, que aún conservaba en la mano, golpeó por tres veces la frente de la orgullosa muchacha. La desgraciada no pudo resistirlo; enloqueció y, desesperada, se ató un dogal al cuello. Colgaba ya del techo convulsamente cuando la diosa, compadecida, la libró del nudo asfixiante, diciéndole: "Vive, pero colgando, osada. ¡Y sea este el castigo de tu descendencia, hasta la última generación!".
Y diciendo estas palabras, echó al rostro de Aracne unas gotas de una hierba mágica y se fue. En un momento desaparecieron cabellos, nariz y orejas de la cabeza de la doncella, la cual se contrajo toda ella hasta quedar reducida a un animal diminuto y repugnante. Transformada en araña sigue todavía hoy, practicando su antiguo arte; hilar hilo tras hilo.

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